5 de abril de 2012

Una pestaña

Vio una pestaña en la esquina, la cogió con la yema de su dedo índice y se la puso a la altura de los ojos. Ahora debería pedir un deseo, pensó, pero se quedó mirándola con la opción macro de sus ojos durante un buen rato, dejando la mente en blanco, sintiendo una tranquilidad y un silencio cómodos y absorbentes... 
Estaba sentada en una barca blanca, totalmente blanca, en mitad del mar cristalino y con una sola isla en todo el horizonte. Dejó que el viento y el oleaje la llevasen hasta allí poco a poco, sin prisas. A medida que se acercaba podía observar que al oeste de la isla manaba una cascada, de una nube tan alta en el cielo, que apenas se distinguía de dónde provenía. Debajo de la cascada se podía intuir un pequeño lago, y muy cerca de allí un árbol grande, ancho y frondoso, con numerosas cuerdas que se entrelazaban con otros árboles, y con una casa que parecía tallada directamente en el tronco. 
A medida que te adentrabas en la isla, pequeños brotes de hierba iban apareciendo, hasta llegar al límite del bosque donde, además de la gran variedad de plantas, también se podían ver algunos pájaros exóticos volando de una rama a otra. Al este de la isla continuaba ese espectacular bosque, que acababa terminando a la falda de una montaña completamente cubierta de nieve. 
Poco a poco la barca fue acercándose a la isla y hundiéndose en la clara arena. Con cuidado, posó un pie sobre la arena: los dedos, que se hundían poco a poco, notaban el peso de cada grano de arena que se hundían tras ellos, sentían el roce que le producían, al caer los de alrededor, en la piel; el cosquilleo agradable que le ocasionaban se iba propagando por el resto del pie hasta llegar al talón, una vez que posó el pie entero. Sacó el otro pie de la barca, dio un par de pasos más, y se tumbó sobre la arena, dejando que esa sensación que tenía en los pies se extendiese por todo su cuerpo. Permaneció así un buen rato, dejando que su cuerpo absorbiese el calor que emanaba de la arena, hundiendo sus manos para así poder atraparlo más fácilmente. Estaba saboreando los rayos del sol tras sus párpados, en sus mejillas, en su pecho... Se relame los labios con placer, le estaba entrando sed. Se levantó (no sin remolonear un poco más sobre la arena, girando sobre sí misma, dándole un abrazo a ésta) y se dirigió hacia la magnífica cascada. 
El agua, transparente en su totalidad, estaba fresca y deliciosa, como un elixir para la sed. Decidió darse un baño, así que lentamente se fue metiendo en las profundidades del lago, y una vez llegado al centro, se hundió: dando un pequeño salto de sirena se adentró en el agua y llegó hasta el fondo, allí, y con la ayuda del propio peso del agua, se mantuvo quieta con los ojos cerrados, dejando que cada molécula de agua se adentrase en su piel y la curasen. Que curasen todos los años malos, todos los momentos amargos, todos los corazones rotos y repuestos con parches, todas las lágrimas saladas que había derramado... No le importaba quedarse allí para siempre, pero poco a poco fue subiendo hacia la superficie, y allí permaneció, flotando boca arriba, fundiéndose con el agua y con el sol. 
Quería ir a la montaña nevada a través de los puentes que atravesaban el bosque, así que se acercó nadando hacia la orilla y subió por las escaleras del gran árbol. El tacto rugoso de la madera en los pies, la fuerza de la naturaleza en un conjunto de betas... la aspereza de las cuerdas en sus manos... todos los árboles llenos de frutas exóticas y variopintas... ¿a quién lo le gustaría vivir ahí el resto de su vida? Llegó a la montaña nevada tras un paseo en el que pudo ver todas las especies de pájaros, insectos y demás animales habidos y por haber, tanto venenosos como no, pero ninguno de ellos la atacó, eran pacíficos, y pudo tocar la escamosa piel de una serpiente, las suaves plumas de un loro hawaiano, posó una araña en sus manos... No hacía frío en aquella montaña, tan sólo corría una suave brisa, que echaba su pelo hacia atrás y refrescaba su rostro. Tocó la nieve y no pudo evitar que un escalofrío recorriese su cuerpo. ¡Qué delicia de lugar!
Decidió que ya era hora de regresar a la barca, así que regresó hacia la playa, pero ya no estaba allí. Libre de preocupaciones (¿qué otra cosa podía hacer si ya no estaba la barca?) se tumbó de nuevo en la arena, y ahí se quedó, aprovechando los últimos rayos de sol. Se frotó los ojos un segundo y cuando miró su mano, allí estaba, otra pestaña más, volvió a mirarla con la función macro, aislándose de aquella preciosa isla...
... y volvió a la realidad. 

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