27 de septiembre de 2011

Bárbara




La barra de labios color rojo 297 se deslizaba por su boca, estaba lista para salir de su prisión semanal  y embriagarse como si no tuviese que ir al trabajo al día siguiente. Era domingo y salía sola, pero aun así, decidió vestirse de manera que pudiese llamar la atención. 
A las doce  de la noche, Bárbara salía de su casa. El frío rozaba sus desnudas y kilométricas piernas, realzadas por unos tacones rojos tan altos que daban vértigo, y también sus despojados hombros. Bárbara lucía un vestido negro, ceñido a todas las curvas que una mujer despampanante puede tener, dejando un pecho excesivamente escotado, que se ataba al cuello en una lazada que caía a través de la desnuda espalda; el vestido cubría un poco más de las zonas esenciales, dejando que la imaginación de los hombres (y de alguna que otra mujer) se desbocase a medida que ella caminaba.
A las doce y media, Bárbara ya había llegado a su destino: una discoteca nueva que se estaba poniendo de moda. Eso para Bárbara significaba un sitio nuevo donde no la conociesen y más posibilidades para acabar con alguien en la cama (o en un portal, en un cuarto de baño...). Bárbara se sentó en la barra, en cuanto el barman se acercó le acarició suavemente la nuca, y, pasando sobre la barra, le susurró al oído:
-Me pones...
-¿Cómo?-preguntó éste con una sonrisa maliciosa.
-Que si... me pones... una copa.
Bárbara le devolvió la sonrisa con un destello lujurioso en los ojos. Era "temprano" y tenía fichado a un concursante. Pero sabía que más que un concursante, era mas bien un premio de consolación por si, en toda la noche, Bárbara no encontraba nada que la satisficiese, porque ese "concursante" tenía que trabajar, y ella no quería impedírselo, y mucho menos siendo el barman. 
Mientras Bárbara esperaba esa copa, se puso de espaldas a la barra y empezó a inspeccionar a todas las personas: parejas que se daban el lote mientras bailaban, grupos de chicas que se pavoneaban delante de los chicos, grupos de chicos que se hacían los interesantes delante de las chicas, solitarios desesperados... y la siguiente presa de Bárbara.
Alto, apuesto, bien vestido... Bárbara lo miró de arriba a abajo, y él hizo lo mismo con ella. Ambos se observaban descaradamente.
-Señorita, su copa.
Bárbara se giró, y empezó a rebuscar en el bolso, el camarero pensó que sería el dinero para pagar la consumición, pero en vez de eso, Bárbara dejó sobre la barra una pequeña nota y se levantó en dirección a su presa con la copa en la mano. Mientras caminaba hacia su él, Bárbara acabó con la mitad de la copa. Cuando se acercó, le preguntó al oído:
-¿Cómo te llamas?
La música estaba muy alta, quizás un poco más de lo normal, y a menos que te pegases al oído, tanto que sintieses el aliento de la otra persona, no se oía nada. Así que lo único que Bárbara pudo oír fue un mal playback. Pero a Bárbara le daba igual, porque le agarró de la camisa, estrujándole la fina corbata, y se lo llevó sin ningún esfuerzo al cuarto de baño. 
Diez minutos más tarde, y con un orgasmo, Bárbara salió del servicio de caballeros de la discoteca, entró en el de señoras, y se retocó el maquillaje. Lista para otra presa.
No pasó mucho tiempo desde que Bárbara salió del cuarto de baño de señoras hasta que consiguió atrapar a otro hombre: éste era extranjero, se notaba por su cara cuando Bárbara le preguntó si quería ir al baño con ella. Con el extranjero, Bárbara tuvo más facilidad para llegar al orgasmo, así que en menos de diez minutos volvió a salir del cuarto de baño de caballeros para meterse en el de señoras.
Bárbara quería autoconvencerse de que se daba pena así misma por ser tan egoísta y no esperar siquiera a que los hombres llegasen, pero sabía que le daba igual. Bárbara tenía treinta y cinco años, pero aparentaba y vivía como si tuviese diez menos, y ya estaba harta de que la utilizasen sin que ella pudiese hacer lo mismo. Ya había escarmentado, había evolucionado, y ahora se quería comer el mundo; o más bien a los hombres. Pero el extranjero le gustaba mucho a Bárbara, y no quería dejarlo marchar tan pronto, así que cuando salió del cuarto de baño, le buscó y exprimió su poca capacidad para los idiomas, y consiguió que el extranjero la llevase hasta su hotel para pasar unas maravillosas tres horas de placer. 
Como Bárbara vivía la noche como si mañana no tuviese que trabajar, se marchó del hotel del extranjero a las cuatro menos veinte, pero en vez de irse a su casa y descansar al menos cuatro horas, Bárbara cogió un taxi y se dirigió otra vez a la discoteca. Cuando llegó, todavía quedaba bastante gente, pero Bárbara no regresó para ver si encontraba a otro amante fugaz, sino que venía a recoger su "premio de consolación". Sabía que era temprano, pero le apetecía bailar, y sabía que, en el fragor de la música, podría enrollarse con alguno más.
La discoteca cerraba a las cinco y media, con lo cual empezaron a despachar a la gente a las y veinte, pero Bárbara se quedó a la puerta de la discoteca, esperando a que su premio saliese por ella. Y salió, diez minutos tarde, pero salió.
-Que impuntual eres, ¿no?
El barman sonrió, y cinco minutos más tarde estaban besándose contra la puerta de su casa.
Bárbara estuvo haciendo el amor durante una hora entera, hasta las siete menos cuarto, después, cuando el barman se durmió, se metió en la ducha y luego tomó un desayuno. Cuando terminó se vistió y se fue como alma que lleva el diablo. Sin nota, sin teléfono, sin despedida. Simplemente cerró la puerta y se fue a trabajar.


12 de septiembre de 2011

Todavía no te he oído decir que puedo hacerlo

-Dicen que dormir mucho es un principio de depresión.
-¿Y?
-¿Te da igual?
-Sí,  tú no estás aquí para dormir. Levanta ya y mueve tu puto culo de ahí, que hay cosas que hacer.
-¿Y mis ánimos?, ¿mis palabras de aliento?
-Para ti no hay de eso, ya están reservadas para otros.
-Yo también quiero un plan de escapismo, quiero poder cortar esto de raíz.
-Fracasada.
-No te estoy pidiendo eso, por si no te has dado cuenta. Te estoy pidiendo otra cosa, más sencilla, menos dolorosa. No puedo replicarte nada porque es inútil, siempre me lo rebates aunque no tengas razón y lo sepas. Y a mí no me gusta pelear, no me gustan los gritos. 
-Eso es mentira; yo siempre tengo razón. 
-No, y ya podrías darte cuenta. Todavía no te he oído decir que puedo hacerlo.