"...pero que quede entre tú y yo". Y por fin abrió la carpeta.
Existen varios tipos de personas en la biblioteca:
Por un lado, está la gente que, desde primera hora, se encierra en la biblioteca, abre sus libros, y no los deja hasta que por fin es la hora de que ésta cierre. Siempre me he preguntado cómo es posible que tengan tanta fuerza de voluntad como para no distraerse ni diez minutos, porque, a lo sumo, simplemente levantan la cabeza para ver qué intruso acaba de entrar. Tienen mucho mérito, hay que reconocerlo, sobre todo si vienen día sí y día también.
Por el otro, está la gente que llega con parsimonia, se sienta, cabila sobre qué debería estudiar primero, y tranquilamente se pone a ello. A lo mejor no les cunde tanto el tiempo como a los del primer caso, pero se dan por satisfechos cuando, a la hora de cerrar, han conseguido aguantar y avanzar en sus quehaceres. Este tipo de personas se suele distraer, no exageradamente, pero de vez en cuando hace un alto de un par de minutos para observar al resto de la gente cabizbaja o fijarse en los que no están tan cabizbajos (nótese la ironía). Hay una variante de estas personas: aquellas que nada más llegar, se sientan, hablan cinco minutos en susurros y ya se ponen a trabajar; éstas son un poco más distraídas, pero por lo general consiguen concentrarse y aprobechar las horas.
Y luego están los cotorros: gente que va a la biblioteca para dedicarse a hablar en susurros. El delito no es que lo hagan en susurros, sino que lo hagan en general. Esto pasa sobre todo cuando hay poca gente, se creen que como están solos en una mesa, se encuentran aislados del resto del mundo. La variante de estos cotorros, son los "silenciosos": llamados así porque, en su tan interesante perorata, llegan a creer que están hablando tan bajito que ni ellos mismos se pueden escuchar, cuando en realidad, están hablando con un volumen normal pero de manera ronca. Se podría decir que son los más molestos, ya que a parte de que todo el mundo puede oírles, están ocupando un sitio que podría ocupar alguien que de verdad necesitase estudiar en la biblioteca. Curiosamente, los trabajadores de la biblioteca, suelen ser los más molestos, pues creen que tienen un privilegio sobre los demás tan solo porque les paguen por estar allí.
En general, suelen existir sólo estos tres tipos, pero siempre hay excepciones, que consisten básicamente en aquellas personas que van algunas veces a la biblioteca, muy contadas, y que son una mezcla de estos prototipos.
Esto no es un resumen exacto, o una determinación de tipologías, es, simplemente, una de mis divagaciones durante esos dos minutos de distracción de cuando una ya lleva con el culo pegado tanto tiempo a la silla, que cuando se levanta siente que éste ha desaparecido y decidido tomarse unas vacaciones en algún lugar de la biblioteca.
23 de febrero de 2013
22 de febrero de 2013
De eso va su vida: de ser cobarde
Es simpático, se dijo así misma. Y se dio cuenta de que le llamaba mucho la atención. Todas las personas nuevas que había conocido habían sido muy simpáticas y amigables, pero había algo en él, algo intenso, algo que hacía que su interés se convirtiese en obsesión durante minutos y horas, y cada vez que lo viese en su mente. Y aunque tenía el vago recuerdo de que ya lo había visto en algún sitio, sus ojos denotaban un fuego interior que nunca había sentido al mirar a alguien. Pasión. Deseo. Fuerza. Interés... ¿Interés por ella? Quería creer que sí, que esa noche había sido un intento constante por seducirla, pero ella nunca estaba segura, y prefería no darle vueltas al asunto, no alimentar su autoestima. Mas era tal la curiosidad que sentía, que no podía evitar prestarle atención, mirarle, observarle, acariciarle de soslayo, juguetear con él, reír con él, hablar con él...
Sin embargo, cuando él le dijo que a ver si se veían otra vez, no supo reaccionar y tan sólo supo responder al encantado de conocerte con un igualmente. Triste, pero cierto. No era la más idónea para atrapar indirectas, y mucho menos tan fugaces como aquella, y dos segundos más tarde ya estaba reprochándose no haber podido decir siquiera un cuando tu quieras. Y siempre le pasaba lo mismo.
A esos dos segundos le siguieron la sucesión de escenas que habría desencadenado otra respuesta distinta, una provocación. Escenas de amigos, de mejores amigos, de amigos-hermanos... En definitiva, todo tipo de relaciones amistosas. Ella quería un amigo nuevo. Pero el momento pasó, desapareció, se olvidó, él lo olvidó... ¿lo olvidó? Ella lo seguiría recordando como aquello que pudiese haber sido, pero ¿y él? ¿Dejó ella la misma huella en él? ¿Estaría repitiéndose él la misma escena, una y otra vez, una y otra vez, con multitud de finales? ¿Estaría él pensando lo mismo que ella en ese instante?
Siempre se arrepentirá de su cobardía.
A esos dos segundos le siguieron la sucesión de escenas que habría desencadenado otra respuesta distinta, una provocación. Escenas de amigos, de mejores amigos, de amigos-hermanos... En definitiva, todo tipo de relaciones amistosas. Ella quería un amigo nuevo. Pero el momento pasó, desapareció, se olvidó, él lo olvidó... ¿lo olvidó? Ella lo seguiría recordando como aquello que pudiese haber sido, pero ¿y él? ¿Dejó ella la misma huella en él? ¿Estaría repitiéndose él la misma escena, una y otra vez, una y otra vez, con multitud de finales? ¿Estaría él pensando lo mismo que ella en ese instante?
Siempre se arrepentirá de su cobardía.
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La que mató al gato
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0:09
19 de febrero de 2013
Lloró sin hacer ruido
Por fin era martes, ¡martes! Annie había
estado una semana esperando el resultado de su examen desde el momento en que
lo entregó y salió despavorida de la clase con la idea de tirarse en el sofá y
no mover ni un músculo, dispuesta a encender su portátil y echar la tarde
entera jugando y cotilleando a la gente por las redes sociales sin tener que
preocuparse de nada. Y, efectivamente, fue lo que hizo. Annie no había
terminado todavía su período de exámenes, pero tenía dos días para repasar
tranquilamente algo que ya se sabía. Así que se tumbó entre los mullidos
cojines y rogó a Dios que ese día su Internet no le fallase.
Y pasaron los días lentamente, entre
papeles de apuntes y apuntes de lo que un día llegaría a ser el futuro de
Annie. Pero por fin llegó el martes. Ese día por la mañana, Annie, tenía otro
examen, y hasta la una de la tarde no pudo intentar conectarse. Estaba
nerviosa, quería saber ya su nota, así que encendió su portátil, para entrar en
la página de la universidad, y mientras esperaba a que sus muchas pestañas de Internet se cargasen, su ansiedad siguió creciendo. Al fin cargado. Abrió una
nueva pestaña, introdujo la dirección a la que quería ir y esperó. Esperó dos
segundos, pero para Annie fueron una eternidad, una eternidad que se pasó
rezando por haber aprobado, pero rezándole a la página que estaba en proceso,
como si Internet fuese el que se encarga de decidir quién aprueba y quién no.
Cargado. Introdujo su cuenta y su contraseña y volvió a esperar. Y volvió a
rezar. Por fin estaba dentro de sus datos personales y pinchó en “mis
asignaturas”, pero… Nada, la profesora todavía no había colgado las notas, y
Annie la estaba maldiciendo por mentirosa. Miró el reloj y vio que tenía que
irse a estudiar, así que comió rápidamente, se lavó los dientes, cogió su
mochila y bajó a encontrarse con su amiga.
Cuatro horas más tarde, Annie no aguantaba
más sentada en esas sillas marrones de la biblioteca y además era la hora de
cerrar. Nada más cruzar la puerta, Annie recibió un “whatsupp” de una de sus
compañeras de clase exclamando que había aprobado, lo que le recordó que ella
todavía no sabía su nota. Con tranquilidad, se tiró todo el camino rezando
haber aprobado mientras su amiga hablaba sin cesar sobre algo; pero Annie no
escuchaba, estaba demasiado ocupada
suplicando su nota. Llegó a casa y, desesperada, volvió a realizar lo mismo de
antes; esta vez la espera era mucho peor, pues tenía la certeza de que podría
ver su nota. Pero la cruel tecnología decidió que no era el momento de que
Annie la supiese y maquinó
para que el servidor de la universidad se estropease.
Annie no comprendía lo que estaba pasando,
se repetía ¿pero qué pasa?, ¿por qué no
puedo entrar? Y tras varios intentos, que iban aumentando la rabia de
Annie, se dio por vencida y decidió que era hora de marcharse a sus clases de
baile. Lo intentaré por el móvil antes de
entrar a clase pensó justo cuando salía por la puerta de su casa. Y,
efectivamente, lo intentó, pero tenía que descargarse una aplicación para poder
acceder a la página, y Annie no quería hacerlo (ella no quería una aplicación
para el móvil, ella quería su nota), así que decidió que esperaría hasta llegar
a casa. La paciencia de Annie iba menguando cada vez más y se temía que la escasa
(por no decir inexistente) habilidad de la profesora para con la tecnología
provocase algún problema por el cuál no pudiese ver su nota y tuviese que ir a
su despacho para poder comprobarla en el papel que dijo que iba a colgar en su
puerta.
Dos horas más tarde, Annie se encontraba
de nuevo en casa, exhausta y ansiosa. Y otra vez más, volvió a repetir lo que
ya se estaba convirtiendo en un ritual. Nada, absolutamente nada. Seguía sin
poder acceder a la página puesto que, suponía Annie, todavía no habían
arreglado el problema con el servidor, así que decidió irse a dormir, mañana
tenía un duro día de estudio por delante y tenía que descansar.
Al día siguiente, Annie ni se molestó en
intentarlo, decidió que era mejor no agobiarse y que quizás era algún problema
con su propio internet. Con la tecnología nunca se sabe, a veces el problema
suele ser la cosa más tonta. Así que se levantó y se propuso olvidarlo hasta
llegar a la biblioteca por la tarde y mirarlo desde los ordenadores de allí. A
las cinco de la tarde, Annie no podía más y se rindió ante su curiosidad: pidió
un ordenador y comenzó su ritual. No tardó mucho en comprobar que todavía no
habían arreglado el problema con la página. Indignada ya por la ineficacia de
los informáticos de la universidad (nunca se le echa la culpa a la tecnología,
es demasiado avanzada ya como para tener la culpa de algo) le mandó un correo a
su profesora preguntándole por la nota, y esperando que no tardase demasiado en
mirar su correo. Pasaban las horas y nada, no contestaba. Annie se fue a
correr, necesitaba despejarse, había estado otra tarde entera sentada en la
biblioteca estudiándose nombres italianos y alemanes que poco podrían hacer por
ella para ayudarla con su problema.
Tras llegar a su casa reventada y sin
ánimos de nada, se sentó en la cama y, a través del móvil, miró su email. De pronto,
el nombre de su profesora le llamó la atención y sus pulsaciones se elevaron
por las nubes. ¡Qué emoción! Pero ahora que iba a saber su nota, no estaba
segura de si quería verla. Pinchó con temor en el correo. Era un mensaje
sencillo:
Buenas
noches, la nota de su examen es 4. La tutoría será el viernes, de 10:00 a
11:30. Un saludo.
Un cuatro… el mundo de Annie se calló a
sus pies, y por un momento, no se lo creía. ¿Tanto
follón para un cuatro? El dios de la Tecnología fue cruel con Annie: la
dejó a las puertas de un verano sin obligaciones, hundiéndole la moral. Fue desalmado
y desconsiderado.
Annie sabía que esa nota estaba mal, ella
había aprobado, aunque no pudo evitar dejar caer alguna que otra lágrima. Tenía
que dejar a un lado los dioses, he ir a reclamar como siempre se había hecho:
en persona.
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La que mató al gato
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17:56
17 de febrero de 2013
¿Cuándo cambiará?
Annie estaba teniendo una mala racha. Una racha que ya lleva durando varios años, y Annie no se recupera. Annie quiere pasar página, llevándose pequeños objetos con ella. Ya no quiere, ni puede, seguir con este lapso de decepciones, peleas, miedos y, por qué no, sentimientos de debilidad.
Pero Annie siempre dice lo mismo y nunca hace nada.
Annie sigue callándose.
Annie sigue triste.
Annie sigue mintiendo.
Annie sigue siendo cobarde.
¿Pero quién es capaz de irse con las cosas tal y como están? Hay que aguantar, se decía Annie; hay que ser fuerte, se repetía; hay que resistir hasta el final. Annie se acostaba por las noches pensando que dormir le ayudaría y que a la mañana siguiente todo se habría arreglado solo, sin que ella tuviese que desprenderse de nada. Pero dormir no la ayudaba, es más, lo empeoraba: despertarse feliz y que la realidad te despierte de un guantazo.
Annie lloraba de rabia.
Annie lloraba por corage.
Pero nunca por tristeza.
Annie lloraba por ser como era.
Annie lloraba.
Era ella misma forzosamente, pues quería cambiar, pero Annie no creía que hacerlo fuese a cambiar las cosas. Era su excusa para callar al miedo. Annie echaba de menos el silencio de sus pensamientos.
Y cuando llegaba el final del día, se repetía: suficiente por hoy, le das demasiada importancia, duerme y todo estará bien mañana por la mañana.
Pero nunca lo estaba.
Y Annie... simplemente.
Pero Annie siempre dice lo mismo y nunca hace nada.
Annie sigue callándose.
Annie sigue triste.
Annie sigue mintiendo.
Annie sigue siendo cobarde.
¿Pero quién es capaz de irse con las cosas tal y como están? Hay que aguantar, se decía Annie; hay que ser fuerte, se repetía; hay que resistir hasta el final. Annie se acostaba por las noches pensando que dormir le ayudaría y que a la mañana siguiente todo se habría arreglado solo, sin que ella tuviese que desprenderse de nada. Pero dormir no la ayudaba, es más, lo empeoraba: despertarse feliz y que la realidad te despierte de un guantazo.
Annie lloraba de rabia.
Annie lloraba por corage.
Pero nunca por tristeza.
Annie lloraba por ser como era.
Annie lloraba.
Era ella misma forzosamente, pues quería cambiar, pero Annie no creía que hacerlo fuese a cambiar las cosas. Era su excusa para callar al miedo. Annie echaba de menos el silencio de sus pensamientos.
Y cuando llegaba el final del día, se repetía: suficiente por hoy, le das demasiada importancia, duerme y todo estará bien mañana por la mañana.
Pero nunca lo estaba.
Y Annie... simplemente.
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La que mató al gato
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23:55
8 de febrero de 2013
Carpe diem
Absorbió su aliento antes de entregarle sus labios, de abandonarse a él por completo, pudiendo así recuperar el que él le había robado.
-¿Te ahogas?- le preguntó él.
-No, eres tú, que me dejas sin respiración.
Y volvió a perderse en la humedad de sus besos. Quizá algún día dejase de quererle, quizá algún día se enamorase de otra persona, quizá algún día lo perdiese por insensata, o quizá el sueño profundo atrape a alguno de los dos.
No sabía nada respecto a su futuro, y poco le importaba: sería feliz con él hasta que destino llamase a su puerta y le entregase una nueva carta.
No sabía nada respecto a su futuro, y poco le importaba: sería feliz con él hasta que destino llamase a su puerta y le entregase una nueva carta.
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La que mató al gato
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2:44
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