24 de julio de 2011

Taconcitos de cristal, que parecen de cristal, pero son una copia barata del original (III)

Taconcitos de cristal, que parecen de cristal, pero son una copia barata del original (I)

Max no se encontraba bien esa noche. Le dolía el estómago, la cabeza y su frente ardía igual que una caldera antigua en días de verano. Pero Max no sabía lo que le pasaba y estaba sola. Con mucho esfuerzo, Max se levantó de la cama, se vistió y salió de su desordenada casa. The pretender sonaba en su cabeza, en ese momento:
What if I say I'm not like the others?...


What if I say I'm not just another one of your plays?...
El dependiente de la pequeña tienda llevaba una semana entera escuchando esa canción; y no se cansaba de ella. Cada vez que la canción le asaltaba la cabeza una imagen le venía a la mente: la cara de ella. Llevaba ya un mes sin verla aparecer, y todavía seguía preocupado por si ella se ofendió por el comentario que hizo; marcharse sin decir una palabra y no volver a entrar por la puerta no era muy buen augurio.

El dependiente miró a través del escaparate de la pequeña tienda.

Max pretendía llegar a… realmente no lo había pensado; se había puesto a andar sin dirección alguna, mientras recordaba la melodía de The pretender. Al poco de salir a la calle había empezado a llover, y Max estaba calándose hasta los huesos, pero lo único que ella notaba eran las gotas en su cara; los cuarenta grados de fiebre no la dejaban sentir el frío de su ropa empapada. Ni si quiera notó el suelo al caer.

El dependiente de la pequeña tienda vio a esa clienta con la que había estado flirteando unas semanas atrás, aquella clienta que intentaba borrar de su memoria porque pensó que no volvería más tras su último comentario. Aquella clienta que estaba desplomándose en el suelo de una calle vacía un domingo lluvioso a las seis de la tarde.

Max se despertó en un lugar desconocido, con mantas tapándola y una taza de algo caliente en la mesilla que había al lado de su cabeza. Max se intentó incorporar pero el dependiente de la pequeña tienda no se lo permitió. Max, atónita y sin saber qué decir, se quedó apoyada en los antebrazos, mirándole a los ojos.
-No te levantes. Estás en mi casa. Te desplomaste en mitad de la calle en frente de mi tienda, y como no sabía a quién llamar, porque no llevas el móvil, decidí traerte aquí. ¿Cómo te encuentras?
-…
-No te preocupes. Duerme un poco más.
Y suavemente la acostó de nuevo en la cama.



La segunda vez que Max se despertó, The pretender seguía sonando en su cabeza (Spinning infinity, boy. The wheel is spinning me. It's never-ending, never-ending. Same old story), o al menos eso creía ella. Se volvió a recostar en la cama, y esta vez no hubo nadie para impedírselo. Echó un vistazo al lugar en el que se encontraba: era un apartamento pequeño, con muebles antiguos (no viejos), las paredes forradas de papel y de pósters con grupos de música pop-rock que Max no conocía, y moqueta en todo el suelo del apartamento. Max vio al dependiente de la pequeña tienda sentado delante de un escritorio con un portátil (fue entonces cuando Max se dio cuenta de dónde provenía la música), pero no se molestó en hacer ruido alguno, todavía estaba muy cansada.

Si Max se levantó una tercera vez fue porque su estómago rugía de hambre. De alguna parte del apartamento venía un olor exquisito a comida. El dependiente de la pequeña tienda apareció súbitamente por la puerta, con una bandeja en las manos, y un plato de sopa en ella.
Ayudó a Max a incorporarse y le puso la bandeja sobre las piernas.
-Es sopa de pollo.
-Muchas gracias.
Respondió Max con timidez. La situación la incomodaba bastante: estaba en casa de un desconocido. Desconocido que le había dado de comer y que, por lo que había visto, le había cedido su cama. Aun así Max cogió la cuchara y empezó a comer. Cuando llevó la primera cucharada a la boca se percató de que la ropa que llevaba puesta no era la suya.
-¿Qué ha pasado con mi ropa?
-… te la quité. Lo siento -se apresuró a decir-, pero no podías quedarte con esa ropa puesta, estaba empapada y…
Antes de que el dependiente de la pequeña tienda terminase, Max le dio la bandeja con el plato sin acabar, se levantó de la cama, recogió su ropa y su bolso y se marchó. El dependiente de la pequeña tienda se quedó estupefacto con la bandeja en las manos. Tardó un par de segundos en reaccionar. Salió corriendo tras ella, pero cuando salió al portal Max ya no estaba. Ni rastro de ella. Ni después, ni nunca.

Max no sobrevivió a esa noche. Max no recordaba haberse caído en mitad de la calle, sin embargo sí se acordaba de ir paseando por la calle. Por eso Max se alarmó: en casa de un extraño y sin memoria de las últimas horas. Pero Max no murió por salir corriendo de la casa del dependiente de la pequeña casa; ni murió porque tuviese fiebre. Tampoco murió porque la atropellase un coche; ni porque la atracasen; ni porque la secuestrasen. Nada de eso ocurrió. Ni murió por ninguna otra razón que se os pueda ocurrir. Max murió esa noche porque al llegar a su casa, dejar el bolso en el suelo y dirigirse a su cuarto a dormir, volvió a desplomarse en el suelo, pero en el transcurso de la caída, la cabeza de Max dio contra la esquina de una silla que no estaba en su sitio. 
Max tenía miedo a desaparecer, a perder su consciencia, a dejar de tener todo lo que tenía, a morirse y que nadie la recordase, que acabase sin más peso que el de una tumba carcomida; simplemente le tenía pánico a dejar de existir. 
Por suerte o por desgracia, Max no tuvo tiempo de pensar en ello.

7 de julio de 2011

La primera gran noche

Como los dedos de un experto que llevan mucho tiempo sin tocar, él roza el filo de las blancas teclas del negro piano de cola. Lleva años sin tocar, pero se lo han pedido y él no ha querido sabido negarse.
Se sentó en la banqueta de terciopelo rojo, colocó los pies sobre los pedales y apoyó las manos sobre el teclado. Le habían pedido que tocase algo improvisado. ¿Chopin? ¿Beethoven? ¿Batch? ¿Martha Argerich? ¿Claudio Arrau? Les daba igual. En un principio, andaba perdido, no sabía por cuál decantarse, así que simplemente empezó a presionar las teclas, a coger confianza con el piano. Su padre siempre le decía: "Para tocar un piano, hace falta amor", "no se podía tocar un piano sin haberlo tocado antes al menos una vez". Y en parte tenía razón; ese piano estaba frío, limpio, sin una sola huella. Así que empezó con algo suave; era un ejercicio de solfeo, pero camuflado, así no se darían cuenta de lo perdido que estaba. Y poco a poco su mente se fue aclarando y sus dedos relajando. Sin siquiera decidir, continuó moviendo los dedos deliberadamente. Su mente no estaba programando ninguna sonata, ninguna sinfonía. La estaba componiendo.
Su obra duró largo rato, y, cuando acabó, la gente se levantó y aplaudió con gran entusiasmo. La música había llenado la sala, y todavía se podía oír el vibrar de las cuerdas en el aire. Su música estaba dejando huellas por toda la habitación.


-Será que sólo se puede escribir cuando uno no está feliz.
-Pues vaya mierda.