18 de diciembre de 2011

Annie


Érase una vez una chica. Pero no una chica cualquiera, sino una que era capaz de imaginarse los pájaros volando del revés, gatos que hablaban o, incluso, las conversaciones que pasaban a través de los cables telefónicos. Esa chica, se llamaba Annie. Su gran imaginación provocaba que la gente la viese muchas veces como un bicho raro, o una niña tonta, que no era capaz de madurar. Pero Annie, era en realidad muy madura: siempre derrochaba sus horas en cosas imaginarias, para poder soportar el dolor de su vida real.
Annie, nunca fue una chica muy afortunada, los chicos siempre se metían con ella en el colegio, y a medida que aumentaba de curso, la indiferencia hacia ella, crecía, tanto, que cuando llegó a segundo de bachillerato, sólo le hablaban los pocos amigos que había conseguido hacer a lo largo de su vida. Además, estaba su familia: sus padres se habían separado hace mucho y cada vez se iba distanciando más de ellos. Annie siempre albergaba en su cabeza unas conversaciones muy distintas con sus padres, y cuando no le gustaba lo que oía, porque ellos no la entendían, simplemente asentía con paciencia hasta que terminaban de soltar su perorata. Pero a pesar de que sus padres estaban separados, su familia seguía estando jerarquizada y su padre ocupaba el primer puesto de la pirámide: él implantaba sus normas, y sólo él tenía razón. Y su madre, aunque fingiese que ya no le quería, le odiaba por haberle roto el corazón y seguía albergando en el fondo de su corazón los restos de aquél amor despreciado.
A Annie le gustaba mucho leer, y escribir, y dibujar, y escuchar música, y la fotografía, y todo lo que fuese creativo o fomentase la imaginación y la cultura. Pero le daba mucha vergüenza expresarse, y cuando le preguntaban el significado de alguna creación suya, se irritaba y envenenaba su obra. Tampoco le gustaba que le corrigiesen, es más, lo odiaba. Si ella lo había hecho así, ¿por qué la corregían?
Y se preguntarán ¿y qué pasa con la vida amorosa de Annie? Pues no pasaba absolutamente nada. Annie había sido herida, y ella había hecho sufrir también, pero en ese momento de su vida, Annie estaba sola.
Y no le importaba, pero el año escolar no le iba bien a Annie, y llevaba mucho tiempo con una depresión que la estaba consumiendo por dentro, y de vez en cuando no podía evitar irse a la cama con una sabor salado en la boca.
A Annie le gustaba mucho el sarcasmo y la ironía. Eso y la facilidad que tenía para entablar más amistad con los chicos, siempre la habían hecho distinguirse entre las demás compañeras de su clase. Además, era fácil hacer reír a Annie, muy fácil, y ese año tuvo la mísera suerte de poder caer con un conocido del instituto, lo que significaba un pequeño muro en el que poder apoyarse. Dicho amigo le presentó a alguien ese año. Hacía que Annie se riese mucho, y eso estaba bien; consiguió otro trocito de muro. Pero no fue hasta un sábado por la noche de invierno, que sus amigas le dijeron que le gustaba a ese chico. Annie ni siquiera se lo pensó, y su primera afirmación fue un no rotundo. ¿Cómo le voy a gustar? Además, tiene novia. Soltó después de su afirmativa, y no paró de repetirse, a ella y a sus amigas, que eso no era posible. Pero Annie, por muy rara que fuese y por mucha imaginación que tuviese, no podía evitar verle de otra manera desde esa noche. Y por desgracia, en ese momento, y por suerte, en un futuro, Annie no pudo parar de pensar en él.
Es verdad que el chico tenía novia, pero cortaron, y las cosas se complicaron: teniendo novia, el chico era inalcanzable, Annie no iba a ser la que se metiese en medio, ella no era así. Pero ahora que no la tenía, las cosas se complicaban: ¿cómo saber si le seguía gustando a él?, ¿cuánto tenía que esperar para poder contarle lo que sentía? y por último, (pero no menos importante) ¿cómo decírselo? Annie era muy reservada y no se atrevía abrirse a alguien, por si lo estropeaba, y el chico que le gustaba le dejaba de hablar. Así que Annie decidió esperar. Quería asegurarse de lo que realmente sentía. O al menos eso quería hacerse creer, porque Annie estaba muerta de miedo.
Pero el plan de Annie no resultó, esperó demasiado, y una tarde soleada de mediados de primavera a alguien se le ocurrió darle la noticia: el chico, su amigo, él, había vuelto con su ex. El rostro de Annie enmudeció. Annie había quedado con sus amigas para ir a la playa por la tarde, así que puso buena cara (su cara de estoy bien, no me ha dolido) y salió de casa. Annie habló con sus amigas sobre lo ocurrido antes de ir a la playa.
-         ¿Y qué piensas hacer?
-         Nada, no puedo hacer nada. Así que dejaré que lo que siento haga lo que quiera y ya acabará yéndose.
Pero sus amigas no lo veían tan claro, y tenían razón, no acabó marchándose, sino incrementándose.
Annie no pudo quitar su cara de estoy bien, no me ha dolido hasta que llegó a su casa, pero después tuvo que seguir fingiendo un poco más: había cogido la costumbre de hablar con él por Messenger y cada vez que uno veía conectado al otro, se hablaban, y aunque esa noche Annie no tenía ganas de seguir pensando en nada, no pudo evitar sentirse un poco mejor cuando él le habló.  Era tan necia la pobre, que incluso cuando él no le contó que había vuelto con su ex, Annie seguía pensando que lo hacía sin darse cuenta. Y es que entre él y Annie había una enorme complicidad: ambos sabían que se gustaban. Por eso, el dolor de Annie fue tan profundo.
Sin embargo, Annie siguió con su cara de estoy bien, no me ha dolido, y siguió como si nada hubiese ocurrido. Annie sólo quería seguir viéndole.

Pero pasado un tiempo, cuando Annie ya había aceptado que él quería a su novia y que no la iba a dejar, él empezó a confiarle el estado de su relación: Él no estaba bien con su novia, ésta había cambiado, y la relación no era como antes, apenas se hablaban, y mucho menos se veían. Pero la necedad de Annie impedía aprovecharse de la situación, y en vez de intentar separar a la pareja, le intentaba consolar y le daba consejos para arreglar su situación. ¿Qué otra cosa podía hacer?, ella era así.
A pesar de los necios esfuerzos de Annie por ayudarle a conservar la relación de su amigo, un día éste le dijo que no lo soportaba más y que iba a cortar con su novia. Annie esperó. Esperó como si fuese la amante de un marido que le promete que va a dejar a su mujer. En realidad no pasó tanto tiempo, como mucho un par de semanas, pero para Annie fueron años luz, y cada vez que le veía la chispa que sentía por él se reanimaba, pensando que tal vez había dejado a su novia y se dirigía a ella a decirle lo que sentía. Pero no, Annie esperó impaciente montada en una montaña rusa… y al final sucedió: él cortó con su novia. Y aunque Annie era feliz por ello, había otro problema de por medio que Annie llevaba pensando en él desde antes que su amigo cortase con su novia: el curso se acababa.
La relación entre Annie y su amigo no estaba del todo afianzada, quizás por la complicidad, porque ambos eran libros cerrados, o quién sabe por qué en realidad. Así que Annie pensó que quizás un modo de mantenerle junto a ella era ayudándole con sus estudios, y le propuso un plan:
-         Si quieres, podríamos ir en las vacaciones por la mañana a la biblioteca juntos… tú estudiarías Historia y yo Historia del Arte…
-         Vale, ¿a qué hora?
-         ¿A las diez? Es cuando abren.
Y así Annie se aseguró de poder verle al acabar el curso.
Afortunadamente, Annie sabía ocultar bien sus altibajos y sus padres no se dieron cuenta por un tiempo. Pero su madre no era tonta, y sabía cuándo le gustaba alguien a Annie, y cuando Annie se lo contó a su madre y vio su cara, le preguntó:
-         ¿Qué?
-         Que me suena a que eres su segundo plato.
-         No es así, mamá.
-         ¿Estás segura? Yo no diría lo mismo.
-         Estoy segura.
Fin de la conversación.
Su madre no fue la única que le sugirió esa misma idea, varias personas la habían avisado ya, pero ella estaba convencida de que no era así, lo de su ex había sido un contratiempo, pero no malo, en realidad. Annie necesitaba saber qué era lo que sentía, y la situación le ayudó a esclarecerlo.
Pasado un tiempo, cuando él ya estaba soltero, seguía habiendo complicidad entre los dos, pero ambos seguían disimulándolo. Seguían quedando, quizás con más frecuencia que antes, y aunque Annie era feliz así, seguía habiendo algo dentro de ella que le susurraba que había dejado algo pendiente con él: millones de momentos en los que sus miradas se cruzaban, en los que alguno de los dos podría haber dado el paso. Pero siempre había demasiada gente alrededor. Hasta que llegó el día:
Había sido un día casi normal: Annie había planeado una tarde de películas en su casa con palomitas y sus amigos, la única excepción era él. Toda la tarde transcurrió como Annie esperaba, pero cuando la noche cayó, sus amigos empezaron a marcharse y él fue detrás de ellos.
-         Puedes quedarte un poco más… si quieres.
-         Sí, quédate –respaldó una de las amiga de Annie.
-         No… yo también me voy, no quiero molestar.
Annie lo intentó un poco más, pero no se molestó demasiado, no era la primera vez que él rehusaba su invitación, y sabía que era inútil, así que Annie cerró la puerta de su casa quedándose sola y dudando si él seguía teniendo interés por ella o no; Annie se inclinaba más por el no. Diez o quince minutos más tarde, el móvil de Annie empezó a sonar. Annie quería convencerse que sería alguna de sus amigas diciendo que se les había olvidado algo, pero ella sabía que era él. Y efectivamente.
-         ¿Annie?
-         Sí.
-         ¿Puedes bajar un momento?
-         Mmm… claro.
Annie estaba nerviosa, sabía que algo iba a pasar, lo sentía. Estaba feliz por ello, así que se cambió en unos minutos y bajó lo más rápido que el ascensor le permitió.
Annie sabía de qué quería hablarle, y después de un rato esperando a que él saliese del lío en el que se había metido hablando, le cortó.
-         Sé que te gusto.
-         ¿Y?
¿Y? ¿Cómo que “y”? Pensó Annie. A pesar de que Annie había estado esperando ese momento desde hacía mucho no sabía qué decir exactamente, así que empezó a soltar estupideces. Annie tenía miedo de no ser la pareja que él esperaba, sobre todo después de verlo con su ex, y le entró el pánico.
Terminaron de dar el pequeño paseo alrededor de la manzana, regresaron al portal de Annie, y Annie seguía sin aclararse y él se estaba impacientando. Annie hubiese preferido que fuese él quién diese el paso, pero se iba a ir, y Annie no podía permitir que se marchase, así que se abalanzó sobre él y le dio un beso. Tenía miedo, no quería volver a equivocarse, pero tampoco quería perderlo.
Le besó. Ella le besó. Y ahí empezó todo.

21 de noviembre de 2011

Mi mochila tenía hambre

Recuerdo que en aquella época sentía los huesos contra el asiento; recuerdo que pocas veces me sentía realmente cómoda, y recuerdo que sentía que el viento me iba a volver loca. Pero nada más. Sé que en aquella época salía con alguien, que había empezado la universidad y que mi madre estaba entrando en la época HORMONAS DESCONTROLADAS, FIN DE LA RACIONALIDAD. Y lo primero que recuerdo de esa época es un pinchazo en la espalda mientras leía en un banco al sol. Duma key era el libro que me estaba leyendo en aquél momento; tenía muchos en mi mesilla de noche, y muchos más en las estanterías de mi casa, pero me estaba tomando mi tiempo con él. Lo leía siempre que estaba en la universidad, y cuando terminaba mis clases, y tenía que esperar a que mis amigos terminasen las suyas, me iba al jardín de su universidad y me sentaba en las mesas de piedra. Era un sitio tranquilo y a menudo dejaba vagar mi mente tranquilamente por la nada hasta que volvía a darme cuenta de que el viento hacía revolotear las hojas de mi libro y me volvía a concentrar en mi lectura. 
Pero esos paseos por la nada eran largos y cuantiosos y muchas veces me costaba salir de aquél lugar. Cuando estaba allí mi mente pensaba por sí sola, no me concentraba en nada, simplemente dejaba que lo primero que me cruzaba por la mente tomase su propia forma, su propia autonomía. Y funcionaba, mi cuerpo entero se relajaba y el mundo de mi alrededor desaparecía, dejándome sola en un lugar creado por mi propia mente, una mente que yo no controlaba. Sé que al principio de empezar la universidad, aprovechaba el tiempo de después de mis clases para pasar apuntes y adelantar trabajo, pero cada vez me era más difícil reprimir las ganas de dar paseos y a la semana ya había desistido del todo de cualquier tipo de obligación. Sólo tenía ganas de sentarme en las mesas de piedra, sacar mi libro de la mochila, y ponerme a leer.
(...)
Mis paseos no eran como soñar despierta, siempre sabía lo que pasaba a mi alrededor. Más bien era como una multiplicación de mentes, siempre había dos mentes: la real, la que siempre sabía qué ocurría de verdad a mi alrededor y la que se encargaba de decidir cuándo se terminaban mis paseos; y la “imaginaria”, esa que me agarraba de la mano y decidía cómo sería el camino a seguir. Y la pongo entre comillas porque no sé muy bien cómo definirla, no es imaginaria, existe, es real, pero no la puedo llamar clon de la otra porque no son iguales, simplemente está ahí, es como en una relación donde uno de la pareja es infiel: es la otra. A veces creo que estuve mucho tiempo yendo agarrada de la mano de la otra. No sabría muy bien cuánto, pues para mí el tiempo es muy relativo, a veces un mes me parece una eternidad, pero en el momento me parece que ha pasado volando, y dudo mucho que en aquella época fuese distinto.
(...)
Había adelgazado, no sé cómo, ni por qué, pero había adelgazado. Me dijeron que llegué “chupada”, pero no me acuerdo quién me lo dijo, ni tampoco de dónde llegué. Que yo recuerde, en esa época no había hecho ningún viaje, por lo menos no físicos. En muchas ocasiones, cuando estaba un tiempo sentada, los huesos empezaban a clavarse en el asiento, ejercían tanta presión que a veces creía que el hueso iba a traspasar mi piel, creándome desagradables y dolorosas heridas. Y menos mal que a la otra no se le ocurrió llevarme por aquél camino, porque sino, tal y como se pusieron las cosas, lo habría pasado realmente mal. Afortunadamente, los paseos sólo afectaban a la vida real cuando la persona que resultaba herida era yo. Muchas veces le ocurrían desgracias a seres queridos, conocidos, o incluso a gente que sólo había visto una vez en mi vida. Y afortunadamente, descubría que si experimentaba aquellas cosas durante mis paseos, después no ocurrirían en la vida real. Sin embargo, no podía forzar que ciertas cosas pasasen. Lo había intentado infinitud de veces pero siempre había algo que me bloqueaba y mis tentativas se veían frustradas.
(...)
Me daba igual cómo terminase el paseo. Una vez decidí soltarme de la mano y exploré el camino por mi cuenta, la universidad era enorme y tenía un montón de recovecos que todavía no conocía. Descubrí dónde estaban secretaría y el salón de actos, y descubrí que había un muro con ventanas en mitad de la nada, sin embargo, ese día encontré algo más interesante que una sala de cine para dar conferencias. Cuando me aburrí de abrir puertas y no encontrar nada interesante, decidí que era hora de volver a perseguir personas, a lo mejor pensé que así encontraría algo más interesante. Y lo encontré. La persona a la que seguía volvió a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos delante de una puerta cualquiera, y en vez de darme la vuelta, abrí la puerta. Al instante estaba colgando del pomo de la puerta, sin más suelo que el aire que había entre mis pies y las baldosas de la planta de abajo. Estaba histérica, pero aun así me solté y me dejé caer, creo que no se me ocurrió nada mejor. Sé que me vi tirada en el suelo con la cabeza encima de lo que hubiese sido un gran charco de sangre, pero no me impresionó mucho verme así, sabía que en la vida real no me había pasado nada, pero aun así mascullé un ¡¿qué gilipollas pone ahí una puerta?! Y sin más, volví al mundo real y me fui, no recuerdo a dónde, pero supongo que no tiene mucha importancia.
(...)

15 de octubre de 2011

Y se dio cuenta de que era feliz

Fijamente se inspeccionaba la cara mientras pasaba la mano por ella. ¿Cómo podía haber llegado a esa situación? A ese vaivén de emociones, a esas ganas, a ese todo. Sus ojos verdes no se veían cansados (si sabías leer bien en ellos), estaban contentos, estaban felices, eran felices. Se apartó un mechón de pelo para poder ver mejor sus propios ojos. Escrutaba su rostro como si no fuese el suyo, como si fuese el de un desconocido. Los poros de la piel, la barbilla, los labios rojos, la nariz, los pómulos, el flequillo que tapaba su frente, sus ojos. Paseaba las yemas de su mano incrédula ante el reflejo.
Sin avisar, el reflejo movió la mano por sí sola y la acercó a la superficie, un par de segundos más tarde estaba tocando la mano de sí misma. Éste le agarró de la muñeca, y tironeó levemente de ella hacia abajo, mientras con su otro reflejo de mano le acariciaba el mentón y le obligaba a mirarse a los ojos. Pero de otra manera, más intensa. Se fijó en todas las muescas de su iris, que se concentraban dando forma a un volcán visto desde el cielo, donde la pupila se erguía en el centro, negra, profunda, abismal; y a medida que se alejaba de la boca del volcán unos tonos azules iban apareciendo.
Su reflejo la estaba absorbiendo por completo, pero no le importaba. Podría haber luchado, haber roto el espejo, pero no lo hizo. Ella siempre se había fiado de la gente que le hacía sentir bien, de la gente que se sentía bien consigo misma, de la gente que reía, de la que hacía reír, de la que siempre estaba ahí, de la que era feliz; y ¿quién mejor para seguir hacia un espejo que así misma?  

27 de septiembre de 2011

Bárbara




La barra de labios color rojo 297 se deslizaba por su boca, estaba lista para salir de su prisión semanal  y embriagarse como si no tuviese que ir al trabajo al día siguiente. Era domingo y salía sola, pero aun así, decidió vestirse de manera que pudiese llamar la atención. 
A las doce  de la noche, Bárbara salía de su casa. El frío rozaba sus desnudas y kilométricas piernas, realzadas por unos tacones rojos tan altos que daban vértigo, y también sus despojados hombros. Bárbara lucía un vestido negro, ceñido a todas las curvas que una mujer despampanante puede tener, dejando un pecho excesivamente escotado, que se ataba al cuello en una lazada que caía a través de la desnuda espalda; el vestido cubría un poco más de las zonas esenciales, dejando que la imaginación de los hombres (y de alguna que otra mujer) se desbocase a medida que ella caminaba.
A las doce y media, Bárbara ya había llegado a su destino: una discoteca nueva que se estaba poniendo de moda. Eso para Bárbara significaba un sitio nuevo donde no la conociesen y más posibilidades para acabar con alguien en la cama (o en un portal, en un cuarto de baño...). Bárbara se sentó en la barra, en cuanto el barman se acercó le acarició suavemente la nuca, y, pasando sobre la barra, le susurró al oído:
-Me pones...
-¿Cómo?-preguntó éste con una sonrisa maliciosa.
-Que si... me pones... una copa.
Bárbara le devolvió la sonrisa con un destello lujurioso en los ojos. Era "temprano" y tenía fichado a un concursante. Pero sabía que más que un concursante, era mas bien un premio de consolación por si, en toda la noche, Bárbara no encontraba nada que la satisficiese, porque ese "concursante" tenía que trabajar, y ella no quería impedírselo, y mucho menos siendo el barman. 
Mientras Bárbara esperaba esa copa, se puso de espaldas a la barra y empezó a inspeccionar a todas las personas: parejas que se daban el lote mientras bailaban, grupos de chicas que se pavoneaban delante de los chicos, grupos de chicos que se hacían los interesantes delante de las chicas, solitarios desesperados... y la siguiente presa de Bárbara.
Alto, apuesto, bien vestido... Bárbara lo miró de arriba a abajo, y él hizo lo mismo con ella. Ambos se observaban descaradamente.
-Señorita, su copa.
Bárbara se giró, y empezó a rebuscar en el bolso, el camarero pensó que sería el dinero para pagar la consumición, pero en vez de eso, Bárbara dejó sobre la barra una pequeña nota y se levantó en dirección a su presa con la copa en la mano. Mientras caminaba hacia su él, Bárbara acabó con la mitad de la copa. Cuando se acercó, le preguntó al oído:
-¿Cómo te llamas?
La música estaba muy alta, quizás un poco más de lo normal, y a menos que te pegases al oído, tanto que sintieses el aliento de la otra persona, no se oía nada. Así que lo único que Bárbara pudo oír fue un mal playback. Pero a Bárbara le daba igual, porque le agarró de la camisa, estrujándole la fina corbata, y se lo llevó sin ningún esfuerzo al cuarto de baño. 
Diez minutos más tarde, y con un orgasmo, Bárbara salió del servicio de caballeros de la discoteca, entró en el de señoras, y se retocó el maquillaje. Lista para otra presa.
No pasó mucho tiempo desde que Bárbara salió del cuarto de baño de señoras hasta que consiguió atrapar a otro hombre: éste era extranjero, se notaba por su cara cuando Bárbara le preguntó si quería ir al baño con ella. Con el extranjero, Bárbara tuvo más facilidad para llegar al orgasmo, así que en menos de diez minutos volvió a salir del cuarto de baño de caballeros para meterse en el de señoras.
Bárbara quería autoconvencerse de que se daba pena así misma por ser tan egoísta y no esperar siquiera a que los hombres llegasen, pero sabía que le daba igual. Bárbara tenía treinta y cinco años, pero aparentaba y vivía como si tuviese diez menos, y ya estaba harta de que la utilizasen sin que ella pudiese hacer lo mismo. Ya había escarmentado, había evolucionado, y ahora se quería comer el mundo; o más bien a los hombres. Pero el extranjero le gustaba mucho a Bárbara, y no quería dejarlo marchar tan pronto, así que cuando salió del cuarto de baño, le buscó y exprimió su poca capacidad para los idiomas, y consiguió que el extranjero la llevase hasta su hotel para pasar unas maravillosas tres horas de placer. 
Como Bárbara vivía la noche como si mañana no tuviese que trabajar, se marchó del hotel del extranjero a las cuatro menos veinte, pero en vez de irse a su casa y descansar al menos cuatro horas, Bárbara cogió un taxi y se dirigió otra vez a la discoteca. Cuando llegó, todavía quedaba bastante gente, pero Bárbara no regresó para ver si encontraba a otro amante fugaz, sino que venía a recoger su "premio de consolación". Sabía que era temprano, pero le apetecía bailar, y sabía que, en el fragor de la música, podría enrollarse con alguno más.
La discoteca cerraba a las cinco y media, con lo cual empezaron a despachar a la gente a las y veinte, pero Bárbara se quedó a la puerta de la discoteca, esperando a que su premio saliese por ella. Y salió, diez minutos tarde, pero salió.
-Que impuntual eres, ¿no?
El barman sonrió, y cinco minutos más tarde estaban besándose contra la puerta de su casa.
Bárbara estuvo haciendo el amor durante una hora entera, hasta las siete menos cuarto, después, cuando el barman se durmió, se metió en la ducha y luego tomó un desayuno. Cuando terminó se vistió y se fue como alma que lleva el diablo. Sin nota, sin teléfono, sin despedida. Simplemente cerró la puerta y se fue a trabajar.


12 de septiembre de 2011

Todavía no te he oído decir que puedo hacerlo

-Dicen que dormir mucho es un principio de depresión.
-¿Y?
-¿Te da igual?
-Sí,  tú no estás aquí para dormir. Levanta ya y mueve tu puto culo de ahí, que hay cosas que hacer.
-¿Y mis ánimos?, ¿mis palabras de aliento?
-Para ti no hay de eso, ya están reservadas para otros.
-Yo también quiero un plan de escapismo, quiero poder cortar esto de raíz.
-Fracasada.
-No te estoy pidiendo eso, por si no te has dado cuenta. Te estoy pidiendo otra cosa, más sencilla, menos dolorosa. No puedo replicarte nada porque es inútil, siempre me lo rebates aunque no tengas razón y lo sepas. Y a mí no me gusta pelear, no me gustan los gritos. 
-Eso es mentira; yo siempre tengo razón. 
-No, y ya podrías darte cuenta. Todavía no te he oído decir que puedo hacerlo.

29 de agosto de 2011

Olvidar despertarse

Los vientos azotaban con destreza, él galopando en su corcel y dejando el aliento helado tras de sí, seguía pensando en la descabellada idea de volver a tiempo a su casa sin que el temporal lo alcanzara. Pero era tarde y una lluvia inminente empezó a caer del cielo, pegando los rizos negros a su frente y dificultándole la visión. Un rayo cayó a unos metros, el caballo se asustó, y empezó a hacer cabriolas, el muchacho cayó al suelo, quedándose tumbado en mitad del embarrado camino mientras el corcel huía despavorido en mitad de la noche. Minutos más tarde el muchacho cobró la consciencia, pero ya era demasiado tarde: la tormenta había empeorado y se había convertido en una ventisca de nieve, que ya había tapado la mitad del sendero. Solo y perdido en mitad del bosque, el muchacho miraba a su alrededor con la mirada inquieta, abrazándose a sí mismo para conservar el poco calor que le quedaba en el cuerpo. Indeciso ante la idea de refugiarse a un lado del camino, decidió levantarse y caminar en cualquier dirección, para así conseguir que los músculos no se atrofiasen. Pero el muchacho estaba cansado, y caminar entre la nieve en mitad de una ventisca era más agotador aún, así que tras un rato, cayó rendido en mitad del camino y se arrastró trabajosamente a un lado de este, al resguardo de un árbol de tronco ancho y copa frondosa, para poder protegerse más de la tormenta de nieve. A pesar de los intentos del muchacho por permanecer despierto, el sueño se iba apoderando de él a medida que avanzaba la noche, y ni siquiera la idea de su amada esperándole resguardada enfrente del hogar pudo darle fuerzas para ello.


El muchacho soñó con cosas muy dulces y apacibles esa noche, haciéndole olvidar todos los tormentos de su vida: todas las peleas, todas las situaciones embarazosas, todos los malos momentos… incluido aquél. Pero por desgracia, quedarse dormido en mitad de una ventisca, supone la muerte, y esa noche, el 
muchacho, en mitad de una tormenta de nieve, olvidó incluso cómo despertarse.