27 de agosto de 2010

Llevo esposas en mis muñecas. Esposas que atan mis movimientos. Cada golpe que doy es desperdiciado, y lo único que consigo es un nuevo roce en las muñecas. Necesito la llave, pero no la encuentro; necesito ayuda, pero no la encuentro.

Despierto de mi pesadilla, la angustia y el dolor corroen mis huesos, siento las muñecas doloridas y la piel me escuece. ¿De verdad era un sueño? Pero, ¿el qué sino? Cada noche, sin yo saberlo, mi cuerpo se despierta y deja a mi racionalidad sumida en un profundo coma; sé que nunca se llevaron bien, la racionalidad siempre echa por tierra lo que mi cuerpo ansía hacer. Así que, despierto y avanzo, me visto, salgo a la calle, a la noche, y, como si tan sólo hubiese un camino que seguir, me dirijo a mi perdición. Todas las noches, en la misma calle, en el mismo rincón, con la misma ropa, pero distinta gente. Mis amistades varían cada noche, algunos perduran, pero otros simplemente me utilizan una vez, me utilizan para dejarme tirada, y extasiada, y magullada, y destrozada, y después, cómo una muestra de agradecimiento por haberles prestado mi dolor, me depositan amablemente una cantidad de papel en el suelo. Tras varias amables sonrisas y adjetivos preciosos, regreso con mirada desafiante a mi casa, y una vez atravieso la puerta, mi cabeza se hunde y mis pies se arrastran, porque ahí es cuando me reencuentro con mi racionalidad y mi mente empieza a unir las piezas.

Mirada desafiante... ¿que por qué? Porque cuando ando por la calle y la gente me mira, en vez de gritar, declaro con mi mirada:

Sí, soy puta, y ¿a ti qué coño te pasa?

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