Me pusieron la miel en los labios, me dejaron saborearla, pero a la hora de tragarla, me la cambiaste por el ácido de tu boca.
Te apoyaste en mi regazo, maldiciéndome por querer la miel, mientras yo ardía de dolor y culpa.
- ¿Ya? -te preguntaste a ti misma- Vamos a curarte.
Y sin esperar siquiera a que yo hablase, me pusiste una tirita en el dedo.
- Solucionado.
Y ahí me dejas, como cada día, muerta por dentro, lamentando y blasfemando mi gusto por la miel.
Y ésta ya se fue, como la nieve en primavera, dejando pequeñas gotas de su existencia.
Mi cuerpo acumula esa toxicidad tuya, y todos los días me pregunto cuánto más falta para que llegue la mañana en que mi cuerpo esté agarrotado, morado y rajado, supurando tu viscoso veneno negro.
Ya queda poco de esa miel que un día, hace año y medio, me dieron a probar; pero siempre me digo lo mismo, y siempre queda algún consuelo en las comisuras de la boca.
Quiero miel. Necesito miel.
Socorro.
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