28 de enero de 2012

Así, simple, sin dolor.

Todavía recuerdo cuando me rompiste el corazón. El mundo ni siquiera se paró para que yo pudiese asimilarlo. No hasta que tú me lo confirmases... pero no lo hiciste, y seguí viviendo en mi ignorancia...
Como mi corazón seguía roto, cuando te vi con ella, algo dentro de mí dio un vuelco y pulverizó los cachitos de esperanza que me quedaban. No quería verte. Ninguno de los días que tuve que pasar contigo quería mirarte a la cara; me dolía, sufría: ver cómo la observabas, cómo la abrazabas, deseando ser yo la que ocupase ese espacio, la que pudiese proporcionarte felicidad.
Pero eras como una droga, y, por mucha agonía que me causase verte, necesitaba confirmar que todavía me prestabas atención, que me mirabas igual que cuando creía que te gustaba.
Me destrozaste, me vapuleaste, martirizaste, desgarraste, despedazaste, sacudiste, apaleaste, mortificaste, hiciste añicos y atravesaste mi corazón; te llamé de todo, la llamé de todo, todos los insultos que se me ocurrían se los decía a mi almohada pensando que erais vosotros. Siempre en la noche, para ver si el día las borraba. 
Pasó el tiempo y afortunadamente me acostumbré a poner mi cara de "estoy bien, no me pasa nada". Pero eso no significa que dejase de llorar. ¿Acaso no quería yo que también me comieses con la mirada? Pues claro que quería. ¿Acaso llegó a pasar? Pues claro que sí.

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