Los
tres hermanos Jackson acababan de terminar el instituto y ardían en
deseos de comenzar su nueva vida de universitarios, lejos de sus
padres. Todo ese curso habían estado buscando el lugar perfecto para
poder vivir los tres, pero en ninguno de los casos consiguieron un
piso para ellos, por lo que decidieron vivir en la misma ciudad pero
en casas distintas. Desde el primer momento sus personalidades
afectaron a su forma de vida: el pequeño adicto a la juerga (lo que
le llevó a la droga), el mediano a la pereza (borracho empedernido)
y el mayor al trabajo (trabajólico). No había término medio.
Además, la responsabilidad del mayor junto con sus sermones
aumentaban las otras cualidades de sus hermanos. Sin embargo tras
meses de constantes riñas de uno y burlas de otros llegó el momento
en el que el mayor se deleitaría de su adicción:
El
timbre de la puerta no paraba de sonar al mismo tiempo que alguien
aporreaba la puerta a las seis de la mañana, gruñendo se dirigió a
la puerta pero nada más abrir una rendija ésta le dio en las
narices, dejando entrar dos fugaces sombras que cerraron tras de sí
y se dejaron caer jadeantes sobre el suelo. En un principio supuso
que eran sus dos hermanos pequeños que habían salido de fiesta y se
habían emborrachado y colocado hasta las cejas, pero cuando les miró
a la cara no estaba tan seguro de ello: tenían la ropa y la cara
manchados de sangre seca, al pequeño todavía le estaba chorreando
la nariz, y sus agraciados rostros ahora estaban teñidos de morado,
verde, azul y amarillo. Aquello parecía una mezcla entre un Jackson
Pollock y un Picasso. Lo lógico sería que el mayor se compadeciese
de sus hermanos y les ayudase a reponerse pero, siendo como era, lo
único que le salió de la boca fue un despectivo insulto hacia su
propia madre y recolocándose el pijama se fue directo a la cama.
A
la mañana siguiente no había cambiado mucho la cosa: sus hermanos
seguían con la cara igual de pintoresca, aunque se habían limpiado
la sangre y quitado las sucias ropas, pero debían de ir tan puestos
la noche anterior que cuando el mayor les levantó apenas se
acordaban de lo que había pasado. Sin embargo, alguien empezó a
aporrear la puerta de nuevo y, sin dar tiempo de que alguien
respondiese, empezaron a gritar amenazas, a meterse con la madre que
los parió y a decirles de todo menos bonitos. Querían su dinero,
eso lo dejaron claro y con sólo ver el poema que tenían por cara
los otros dos, se sabía que iban en serio.
A
pesar de que su instinto era echarlos a patadas de su casa y que se
las arreglaran solos, estaba claro que no podía dejarlos a merced de
aquellos lobos, por lo que cerró a cal y canto la casa y se puso a
pensar en un plan. Obviamente no podía llamar a la policía ni
tampoco a sus padres. Sus hermanos le decían que se tranquilizara,
que se cansarían y les dejarían en paz, pero el mayor quería
cortar esto de raíz, no estaba dispuesto a que le arruinasen todos
sus fines de semana ni que ellos acabasen tirados en una cuneta. Lo
peor de todo no era que le debiesen dinero a un camello, sino que le
debían dinero a un camello de la mafia, eso era imposible de
esquivar por lo que decidió pagarles la deuda.
Sobre
las cinco del día siguiente, los matones de la mafia volvieron a
aporrear su puerta por décimo quinta vez, el hermano mayor abrió la
puerta y, mirándoles fijamente a la cara, extendió su brazo el cual
agarraba una bolsa con dinero. Decepcionados por no poder devorar a
nadie, los lobos cogieron el dinero de su jefe y se largaron de allí.
El
hermano mayor sabía que nunca se libraría de ellos siempre que
viviesen en la misma ciudad y tuviesen un mínimo de contacto y esa
última experiencia fue la gota que colmó el vaso: sin siquiera
explicarles qué hacía, a dónde iba, ni por qué, cogió sus
maletas, su pertenencias de gran valor, que cabían en una pequeña
mochila y se largó de su casa. Años más tarde, cuando por fin
decidió que era hora de volver a su hogar, sus padres le dieron la
noticia: los lobos por fin comieron.
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