Por fin era martes, ¡martes! Annie había
estado una semana esperando el resultado de su examen desde el momento en que
lo entregó y salió despavorida de la clase con la idea de tirarse en el sofá y
no mover ni un músculo, dispuesta a encender su portátil y echar la tarde
entera jugando y cotilleando a la gente por las redes sociales sin tener que
preocuparse de nada. Y, efectivamente, fue lo que hizo. Annie no había
terminado todavía su período de exámenes, pero tenía dos días para repasar
tranquilamente algo que ya se sabía. Así que se tumbó entre los mullidos
cojines y rogó a Dios que ese día su Internet no le fallase.
Y pasaron los días lentamente, entre
papeles de apuntes y apuntes de lo que un día llegaría a ser el futuro de
Annie. Pero por fin llegó el martes. Ese día por la mañana, Annie, tenía otro
examen, y hasta la una de la tarde no pudo intentar conectarse. Estaba
nerviosa, quería saber ya su nota, así que encendió su portátil, para entrar en
la página de la universidad, y mientras esperaba a que sus muchas pestañas de Internet se cargasen, su ansiedad siguió creciendo. Al fin cargado. Abrió una
nueva pestaña, introdujo la dirección a la que quería ir y esperó. Esperó dos
segundos, pero para Annie fueron una eternidad, una eternidad que se pasó
rezando por haber aprobado, pero rezándole a la página que estaba en proceso,
como si Internet fuese el que se encarga de decidir quién aprueba y quién no.
Cargado. Introdujo su cuenta y su contraseña y volvió a esperar. Y volvió a
rezar. Por fin estaba dentro de sus datos personales y pinchó en “mis
asignaturas”, pero… Nada, la profesora todavía no había colgado las notas, y
Annie la estaba maldiciendo por mentirosa. Miró el reloj y vio que tenía que
irse a estudiar, así que comió rápidamente, se lavó los dientes, cogió su
mochila y bajó a encontrarse con su amiga.
Cuatro horas más tarde, Annie no aguantaba
más sentada en esas sillas marrones de la biblioteca y además era la hora de
cerrar. Nada más cruzar la puerta, Annie recibió un “whatsupp” de una de sus
compañeras de clase exclamando que había aprobado, lo que le recordó que ella
todavía no sabía su nota. Con tranquilidad, se tiró todo el camino rezando
haber aprobado mientras su amiga hablaba sin cesar sobre algo; pero Annie no
escuchaba, estaba demasiado ocupada
suplicando su nota. Llegó a casa y, desesperada, volvió a realizar lo mismo de
antes; esta vez la espera era mucho peor, pues tenía la certeza de que podría
ver su nota. Pero la cruel tecnología decidió que no era el momento de que
Annie la supiese y maquinó
para que el servidor de la universidad se estropease.
Annie no comprendía lo que estaba pasando,
se repetía ¿pero qué pasa?, ¿por qué no
puedo entrar? Y tras varios intentos, que iban aumentando la rabia de
Annie, se dio por vencida y decidió que era hora de marcharse a sus clases de
baile. Lo intentaré por el móvil antes de
entrar a clase pensó justo cuando salía por la puerta de su casa. Y,
efectivamente, lo intentó, pero tenía que descargarse una aplicación para poder
acceder a la página, y Annie no quería hacerlo (ella no quería una aplicación
para el móvil, ella quería su nota), así que decidió que esperaría hasta llegar
a casa. La paciencia de Annie iba menguando cada vez más y se temía que la escasa
(por no decir inexistente) habilidad de la profesora para con la tecnología
provocase algún problema por el cuál no pudiese ver su nota y tuviese que ir a
su despacho para poder comprobarla en el papel que dijo que iba a colgar en su
puerta.
Dos horas más tarde, Annie se encontraba
de nuevo en casa, exhausta y ansiosa. Y otra vez más, volvió a repetir lo que
ya se estaba convirtiendo en un ritual. Nada, absolutamente nada. Seguía sin
poder acceder a la página puesto que, suponía Annie, todavía no habían
arreglado el problema con el servidor, así que decidió irse a dormir, mañana
tenía un duro día de estudio por delante y tenía que descansar.
Al día siguiente, Annie ni se molestó en
intentarlo, decidió que era mejor no agobiarse y que quizás era algún problema
con su propio internet. Con la tecnología nunca se sabe, a veces el problema
suele ser la cosa más tonta. Así que se levantó y se propuso olvidarlo hasta
llegar a la biblioteca por la tarde y mirarlo desde los ordenadores de allí. A
las cinco de la tarde, Annie no podía más y se rindió ante su curiosidad: pidió
un ordenador y comenzó su ritual. No tardó mucho en comprobar que todavía no
habían arreglado el problema con la página. Indignada ya por la ineficacia de
los informáticos de la universidad (nunca se le echa la culpa a la tecnología,
es demasiado avanzada ya como para tener la culpa de algo) le mandó un correo a
su profesora preguntándole por la nota, y esperando que no tardase demasiado en
mirar su correo. Pasaban las horas y nada, no contestaba. Annie se fue a
correr, necesitaba despejarse, había estado otra tarde entera sentada en la
biblioteca estudiándose nombres italianos y alemanes que poco podrían hacer por
ella para ayudarla con su problema.
Tras llegar a su casa reventada y sin
ánimos de nada, se sentó en la cama y, a través del móvil, miró su email. De pronto,
el nombre de su profesora le llamó la atención y sus pulsaciones se elevaron
por las nubes. ¡Qué emoción! Pero ahora que iba a saber su nota, no estaba
segura de si quería verla. Pinchó con temor en el correo. Era un mensaje
sencillo:
Buenas
noches, la nota de su examen es 4. La tutoría será el viernes, de 10:00 a
11:30. Un saludo.
Un cuatro… el mundo de Annie se calló a
sus pies, y por un momento, no se lo creía. ¿Tanto
follón para un cuatro? El dios de la Tecnología fue cruel con Annie: la
dejó a las puertas de un verano sin obligaciones, hundiéndole la moral. Fue desalmado
y desconsiderado.
Annie sabía que esa nota estaba mal, ella
había aprobado, aunque no pudo evitar dejar caer alguna que otra lágrima. Tenía
que dejar a un lado los dioses, he ir a reclamar como siempre se había hecho:
en persona.
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