Annie quería salvarse de ella misma, de los monstruos de su caja fuerte en la que se hallaba atrapada. Y gritaba y gritaba y gritaba y gritaba y gritaba... y siempre lo mismo: socorro.
Para Annie esa palabra había cobrado gran sentido en su vida, y, tras años, había acumulado muchos significados:
"Socorro", gritaba Annie cuando no quería pensar.
"Socorro", gritaba Annie cuando quería llorar a lágrima viva y no se atrevía.
"Socorro", gritaba Annie cuando, en su loca desesperación, su rostro parecía de piedra.
"Socorro", cuando sus sentimientos se hacían un nudo.
"Socorro", cuando no veía sombras con un cielo despejado.
Socorro... tenía tanta consistencia para Annie. No era para que la rescatasen de un edificio en llamas, de una isla desierta, de un atracador, de un asesino...
Era para salvarla de lo que Annie consideraba vergonzoso, de lo que jamás diría por falta de valor.
Annie era una cobarde. Y todos los días reafirmaba su postura.
Los pulmones de Annie ya no querían respirar más, querían apagarse junto con el resto de su cuerpo. Pero Annie no podía permitirlo y arrancaba ese vacío del pecho con un sonoro suspiro o bostezo.
Annie desesperaba día a día, y no sabía porqué el resto del mundo no veía lo que ella sí, lo que para ella era tan obvio. Socorro. Vuelta a la carga. Socorro.
Y, de vez en cuando, Annie se permitía soltar alguna lágrima; así conseguía Annie aguantar un poco más.
Annie resiste. Es una chica fuerte, Annie. Es una chica grande. Y las chicas grandes no lloran.