He matado a muchos seres vivos en mi
vida. Mujeres, niños, hombres, monstruos...; tanto monstruos que
quieren aparentar ser humanos, como hombres que se comportan como
monstruos. No es un trabajo que me agrade, pero no creo que sea capaz
de realizar cualquier otro. Y, a la larga, me he dado cuenta de que
por mucho que yo trate de pasar desapercibida, todo el mundo me
señala a mi paso. Sin embargo, todas y cada una de las muertes que
he provocado tenían una causa justificable, o eso creían los que me
contrataban. Nunca me he entrometido en los asuntos de los demás, yo
no quería saber por qué me contrataban; yo llegaba, me decían
quién o quiénes eran, realizaba mi trabajo con discreción y después
me iba. Sin complicaciones. Pero a pesar de mi sagacidad, acabé en
boca de todo el mundo, y terminé yendo allí donde requerían mis
servicios. Y a pesar de que la gente sabía que no mataba por placer,
de que era mi trabajo, la que se llevaba los insultos, contra quien
realizaban las venganzas, era siempre yo.
Al final acabas acostumbrándote, te
vuelves frío como el hielo, colocas un caparazón alrededor tuya, y
ya nada te hace sentir. Este trabajo te consume, te aísla e, irónicamente, te mata de forma lenta. Desde la primera gota de
sangre que derramas, hasta la última que limpias de tu arma, todas,
te persiguen en tus sueños, tanto en la noche como en el día. A mí
me pasa mucho, no soy la excepción; cada vez que me acuesto, revivo las
caras de aquellos que me miraban suplicantes y me exigían una
explicación, o las de aquellos que ni siquiera tuvieron oportunidad
de darse cuenta de lo que estaba pasando. No, no es un trabajo
agradable, ni mucho menos. Pero es el único que puedo realizar.
Aún recuerdo mi primer encargo. Fue ya
hace bastante tiempo, pero aún parece que pasó hace unos pocos días...
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