Llevaba
ya un rato corriendo en círculos para intentar huir de su fatal
destino. Intentaba orientarse por el olfato pero una y otra vez veía
el mismo árbol caído, una y otra vez saltaba a sus compañeros
muertos, una y otra vez la madriguera de la que había salido
despavorido... allá donde iba los candentes muros le prohibían el
paso, sintió cómo el pelo le abrasaba y se fundía con la piel
cuando saltaba sobre un ciervo; tropezó y rodó hasta chocar con
una roca.
Jadeaba
de dolor intentando alargar el último aliento que le quedaba, viendo
cómo caían las estrellas del cielo y se apagaban en el charco de su
sangre. Quería mover sus patas, levantarse e irse antes de que el
monstruo le atrapare, pero ya no sentía nada en todo el cuerpo, tan
sólo los pulmones consumiéndose por el humo.
Una
pequeña hoja, manchada de ardiente rojo, revoloteó alrededor suya,
al mismo tiempo que su corazón, se iba parando...
Al día
siguiente, todos los periódicos hablaban del loco que quemó los
cerros; lo atraparon rápido, igual que el fuego al crecer, no como
los animales al morir.